Pareciera que las emociones fueran un estorbo en nuestra vida y a veces incluso desearíamos que desaparecieran. Lo pernicioso del asunto es que ni siquiera nos cuestionamos para qué están ahí. Por la mente de muchos pasará la ocurrencia de que están para joder y ya, que son algo “irracional”, aunque como casi todo, las emociones también tienen grados que nos benefician o no.
Las emociones existen para focalizar nuestra atención en algo concreto que necesita ser resuelto, planteado o aceptado: nos inducen a hacer algo específico. Nos ayudan a decidir. Se dice que la emoción “nos atrapa” y ahí estriba precisamente la manera en que focaliza nuestra atención.
Si no tuviéramos emociones, no sufriríamos, pero tampoco tomaríamos decisiones ni partido en nuestras vidas. Esto difiere mucho con la idea que se suele tener de las personas poco emocionales: la de alguien que toma decisiones fríamente con éxito y sin verse apenas afectado por ellas.
Aunque parece que no compensaran tanto sólo porque nos permitan decidir, ya que a veces nos hacen sufrir... y de lo lindo. La clave está en que se sufre sólo cuando la emoción se ha mantenido demasiado en el tiempo y de manera muy intensa. No se ha resuelto la situación, la emoción ha perdido su función y luchar contra ella además duele. Ha quedado contaminada y nos contamina a nosotros.
Y ahí, influyen demasiadas cosas dependiendo de lo afectado que uno esté, de la persona, y váyase usted a saber de qué más.
Una de esas cosas es en qué se centre la atención voluntariamente. Porque aunque estemos sintiendo una emoción, podemos elegir lo que pensamos: si recordamos cada situación no resuelta como un fallo que no se podrá resolver y se repetirá en el futuro, o… recordamos el proceso como otra manera más de aprender de esa situación, para no pasar un rato tan acongojado en posteriores ocasiones.
A veces darle vueltas al tema ya no funciona más, solo satura, y es mejor cambiar de aires, dar una vuelta, no pensar en nada…
En ocasiones la emoción no finaliza porque no le damos oportunidad – y por eso nos estancamos-. Tomo palabras textuales de Jorge Bucay en Cartas para Claudia, que copiar está feo.
Cuando algo me confunde, tengo dos posibilidades. Una, salir de la confusión, y dos, dejarme estar en ella. El primer caso es el de la interrupción (…) que es el mecanismo por el cual el neurótico impide que un proceso se desarrolle naturalmente y concluya por sí mismo. Quizá en apariencia se obtenga una sensación de tranquilidad, pero esa tranquilidad es por "superar el miedo a estar confuso", y no por aclarar qué me confunde.
Sólo la confusión es un proceso normal del darse cuenta, a partir de ella surge el contacto con mi (des-cubrir) la realidad. Cuando no me interrumpo, dejo que el proceso se complete y se agote. El salir de la confusión es, muchas veces, la consecuencia de dejarme estar en ella.